Transcurrieron dos horas más - todo un suplicio para la pobre - hasta que finalmente ubicó los servicios. Es que en cuanto llegaba cargando el carrito (que pesaba más cada cinco minutos ) a un punto crucial, con tantos números como veía, niveles y flechas para todas partes, invariablemente se equivocaba e iba a parar a la otra punta. Aterrizó por decirlo de algún modo, en el baño de hombres. Cada vez que le pasaba eso (y era cada vez que iba a un baño público), se preguntaba para qué tenían esas tazas de porcelana. Una vez intentó lavarse la cara en ella, pero no habían instalado las canillas del agua. Le gusta encontrar dentro como unas bolitas de naftalina, ya que juega con ellas haciendo malabares, rubro en el cual es toda una experta. En la vida, ¡hay cosas tan raras!, a quién se le ocurre poner bolitas de naftalina en los lavabos que ni siquiera tienen canillas, para colmo de males. En esos sesudos pensamientos estaba, cuando como solía ocurrir, llegaba un momento en que sea por la intervención de algún caballero, o por cierta experiencia y honda deducción propia, llegaba a la conclusión de que se había equivocado de baño. Esta vez, la encontró jugando a las bolitas tirada en el piso, un gentleman, quien muy gentilmente le indicó la salida. Salió bien oronda, con la frente muy en alto pero cuando no la alcanzó a ver mas, casi se derrumbó del esfuerzo. Es que se encontró arrastrando tras de sí bastante penosamente su carro, que ahora pesaba una tonelada y media al menos, además cargaba su ya legendaria cartera, que como de costumbre contenía 146 artículos de primera necesidad por si se veía obligada a sobrevivir en condiciones límite, tal vez en la selva, naufragando, o quizás en alta montaña bajo nieve ¿quién podía saber? ¡Bien que le había servido en la isla! Eso se llama ser previsora, sí señor!
Que conste que si se equivocaba de baño siempre, es porque no se comprenden nunca, jamás, y para nada en absoluto, esos muñequitos pintados en las puertas. Tras un tropezón con el carro y habiéndosele clavado una punta de metal en el tobillo, logró entrar casi con el último aliento al baño de mujeres, encontró un gabinete desocupado y fue con lo poco que le restaba de fuerza, hacia él. ¡Gracias, gracias, amados Angelitos de los Lavatorios! Ahora la vemos entrar con carro y todo, pero se da cuenta que pretende algo imposible, debe elegir entre el carro o ella, ambos no van juntos en ese cubículo. Decide dejar entreabierta la puerta, con el carro repleto fuera, pero agarra una de sus ruedas bien fuerte entre sus pies.
Busca un lugar donde colgar todos sus abrigos ya que se resbalan todo el tiempo de la montaña del carro, pero no lo encuentra. Dice por lo bajo palabrotas en Pakistaní y Griego clásico, mientras hace malabarismos para sostener los abrigos que tiene y que suman ya siete - parece que tuvieran cría piensa - mientras se coloca los anteojos de sol, el sombrero, y agarra el paraguas con un meñique que le queda libre. A todo esto no sabe qué hacer con su enorme cartera y opta por colgársela del cuello. Ya casi, casi, se está haciendo pipí, y aún no se levantó la falda; se coloca un abrigo encima de otro en la cabeza, sin soltar la rueda del carro, la pierna queda en un ángulo totalmente ridículo y se sube la falda. Luego, prestamente se baja la bombachita que le queda atravesada al bies, y trata de no tocar nada del water por las dudas. Hace gala de toda su musculatura, porque señores, sean honestos ¡hay que saber embocarla a más de 50 centímetros y sin salpicar! Aún mantiene la cartera colgada del cuello, que la va ahorcando lenta e inexorablemente, no la dejó en el piso porque trae mala suerte como es de conocimiento público. Ve poco y nada con esos anteojos de sol pero no importa, prosigue su tarea que ya lleva largos minutos y la va aliviando muy de a poquito... Alguien toca fuerte a la puerta - ¿Está ocupado? - pregunta una voz cascada - ¡¡¡¿Y a vos qué te parece?!!! – tronó y bramó la de ella – dando la impresión que se hubieran desatado de pronto, la furia de varios volcanes al mismo tiempo. Busca agarrar aún más fuerte la rueda del carro con los pies. Se corta el goteo por aguantar tanto, pero más que nada por la furia –Y bueno, piensa resignada mientras busca el papel - ¿Papel...?, ¿ella pretende papel higiénico en el baño de mujeres?, ¿acaso está - ahora sí – loca sin remedio?, ¡ni el primer mundo la salva de eso! La señora mayor que se encontraba a sus anchas haciendo de todo (ella sí) en el baño de al lado, de pronto casi muere del susto al ver asomarse por la abertura, al lado de sus zapatos, una cara de mujer pizpireta, algo enrojecida. Era nuestra querida Señora D, preguntándole en un susurro con voz melosa, si de casualidad no tendría un poco de papel higiénico. Recuperada apenas de su espanto, ver esa carita ahí abajo, mirándola con ojazos inocentes y simpáticos hoyuelitos, le causó tanta gracia que trató infructuosamente de conseguirle un poco, pero sin suerte. Desilusionada, agradece y se arrastra para ubicarse nuevamente con todo los bultos en el inodoro. Se quita un poco los abrigos que le tapan la visión, y manotea desesperada en busca de algo para secarse las tres gotitas. Porque (entre nosotros), será lo que sea que digan, pero es muy limpita. Encuentra unas boletas de la DGI y todas esas tonterías, por lo que muy feliz, les da el mejor uso y utilidad posible. Satisfecha, logra una maniobra milagrosa y se sube la bombachita. Con tantos movimientos, la cartera se va para atrás y comienza a acogotarla en serio. Se clava la punta del paraguas en un ojo y así, con un ojo bizco y media tuerta, con su cara roja por la falta de aire, manotea como puede la puerta. Casi cegada por los abrigos que ahora en montón le cayeron sobre la cara, y a punto de expirar por la asfixia, sale, cayendo redonda sobre el carro que la esperaba fielmente ante la puerta. Enrojecida e hinchada, le da un envión chocando contra la chica de la limpieza y vuelca por todas partes, dos baldes llenos de detergente y agua. Los trapos de limpieza y el secador flotan, mientras las mujeres comienzan a caerse como las piezas de un dominó. Se arma un griterío de Padre y Señor Nuestro, mientras la Señora D muy tranquila resucita, y arrima el carro con todas sus cosas además del paraguas, a la pileta. Es que tuvo la magnífica idea de aprovechar el detergente para lavarse la cabeza. Lo hace con una habilidad fuera de lo común, en medio de los ruidos, gritos y peleas. Luego se lo seca en el secador de manos bien tranquila, mientras continúa el batifondo. Parece que el caos la serena.
Se arma una cola impresionante de mujeres, esperando el baño. Dentro hay varias heridas entre contusiones, fracturas y una que se rompió la cabeza de forma bien fulera. Ya llegan las ambulancias. Los autos y ómnibus se paran para enterarse de lo sucedido. La aglomeración se hace más y más importante. Surgen vendedores de panchos y de Coca – Cola. Los nenes chillan que quieren globos. Mientras tanto, la Señora D, indiferente a todo y a todos continúa con sus ejercicios tibetanos de 45 minutos, que culmina en el piso del baño - total ahora está higienizado -. Todos los días llueve o truene, a las 14 horas en punto ella cumple con su rutina a rajatabla, donde sea que se encuentre. Hay toda una fila de mujeres observándola con la boca abierta, sosteniéndole además la inmensa cantidad de bultos, para que los pueda realizar bien tranquila. Al finalizar agradece calurosamente a la muchedumbre, toma sus petates, y se aleja meneando las caderas rumbo al hotel. Pero se equivoca de bus y termina en un oscuro y sospechosísimo antro, tipo Pub y Discoteque. Aunque esa es desde luego, otra historia.
Delia
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