Cuando Obregón y Grau estaban revolucionando la pintura colombiana a fínales de la década de los 50 y primeros años de los 60, desplegando la lección aprendida de las vanguardias europeas y cosechando elogios del verbo riguroso de la crítica Marta Traba, apareció Norman Mejía en el arte colombiano dando un salto adelante.
Con una pintura expresionista, desgarradora, poseedora de una vehemencia plástica sin parangón en el horizonte de la plástica nacional, el artista caribeño se ubicó en la cúspide de la más avanzada pintura que se hacía en ese momento. El ímpetu estremecedor de su gesto y la espesura desenfadada de sus pinceladas le valieron el reconocimiento del jurado del XVII Salón Nacional de Artistas de 1965, y se hizo merecedor del Primer Premio por su óleo “La Horrible mujer castigadora”.
La tela, que mostraba de manera exaltada y fustigante la sufrida realidad antropológica de la cultura colombiana, avivó el crepitante fuego de la vanguardia artística y despertó los más acalorados comentarios. Aparte del golpe demoledor que asestó Mejía sobre la todavía mayoritaria parsimonia de la pintura colombiana, sus frenéticas pinceladas y formas aullantes trascendieron la esfera del arte para aterrorizar a los adormecidos círculos culturales del centro del país. Esa audaz e irreverente pintura se ganó el aplauso de la crítica de arte más importante de la época, la argentina Marta Traba, que así lo manifestó en su artículo de El Tiempo de agosto 26 de 1965: “sus formas, sus colores, sus asociaciones, su imaginación deformante, su convulsivo y enorme mundo físico han socavado la edénica tranquilidad del arte colombiano que ni los relámpagos deslumbrantes de Obregón, ni la risa bárbara de Botero habían conmovido realmente a fondo”.
Desde ese momento y hasta el día de su muerte, acaecida el pasado 24 de abril, Norman Mejía supo mantenerse fiel a sus convicciones estéticas y sin ceder un centímetro a los cantos de sirena de la fama, del elogio frívolo o del anatema infamante. Desde “descuartizador de mujeres” hasta “ángel satánico”, el artista tuvo que soportar los más supurados epítetos y señalamientos de aquellos que verdaderamente no comprendían su pintura.
María Eugenia Castro, directora del Museo de Arte Moderno de Barranquilla, recuerda que Norman Mejía “fue poco comprendido en el Caribe, porque era un hombre diferente, de pronto estábamos más acostumbrados a una pintura decorativa, más realista, y él, con estos cuadros tan fuertes, no fue tan bien acogido aquí, pero en Bogotá fue un éxito, con las mejores críticas de la época y en los Estados Unidos lo mismo. Pienso que, cuando joven, él fue considerado una de las estrellas del arte colombiano”.
“La horrible mujer castigadora soy yo!” tuvo que gritar el artista en su momento, queriendo decirle a todos aquellos rezagados en la comprensión de la evolución del arte moderno que más que reflejar pasivamente una parcela de la realidad, lo que el artista hacía era interpretar el sufrimiento de miles y miles de mujeres y hombres colombianos que vivían a diario las horrible noche de la violencia sociopolítica nacional. Y, de la misma manera, quería hacerle entender a sus despistados detractores que el pintor expresionista llora, sufre y su única manera de expresar todos esos sentimientos conflictivos es volcando sobre le lienzo, a golpes de brazo y pincel, su frustración e impotencia al no poder cambiar la pavorosa realidad.
El historiador de arte, Álvaro Medina, lo supo captar muy bien cuando dijo: “Norman trasegó como un demonio en los horribles rincones de la violencia, la pasión y la locura del mundo infame que palpó a su alrededor. Norman asumió esta poética con tal fervor que se aisló a conciencia de sus semejantes y se entregó, cuando aún le quedaba media vida por delante, al misticismo de astrólogo reflejado en las pinturas de sus últimos años”.
Esa reclusión consciente fue una de las facetas que más llamó la atención de la personalidad de Norman Mejía, hasta el punto que cada cierto tiempo en Bogotá y diversas partes del país la pregunta más escuchada era: ¿Dónde está Norman Mejía? La respuesta que pocos se imaginaban es que seguía pintando, con tal frenesí y dedicación que llenó de cuadros prácticamente todo su estudio y el apartamento donde vivía.
Lo pude constatar cuando en un día de agosto del año 2000 lo fui a visitar en su apartamento de la carrera 53, a raíz de que tenía que escribir sobre su obra para el catálogo de una exposición en Buenos Aires, y tuve que abrirme paso en medio de tal arrume de cuadros que fue imposible encontrar un espacio amplio para dialogar con él y mirar toda su basta pintura.
“Mejía demostró que los espíritus plenos se desbordan naturalmente y que riegan con su luz el arte en general. Aislado y protegido de lo que no fuera esencial, el suyo produjo ininterrumpidamente, y a lo largo de toda su vida, la obra más coherente y misteriosa de cuantas pudieran expresarse a través de esa técnica en América Latina” puntualizó el artista Álvaro Barrios.
La pregunta pertinente ahora es: ¿Qué va a pasar con centenares y centenares de pinturas que dejó el Maestro? O como se preguntó, desde San Francisco donde reside, una artista de su generación, la barranquillera Delfina Bernal: ¿Qué pasará con ese legado tan importante difícil de superar que nos dejó Norman Mejía?
Antes de formular la pregunta ya María Eugenia Castro me había comentado: “Recuerdo que él quería hacer en un lote que tenía en Puerto Colombia un museo con la obra suya. Ojalá fuera posible hacerlo, y ojalá que una parte de su obra pueda llegar al Museo de Arte Moderno, ahora que vamos a tener una sede nueva con un gran espacio”.
Como casi siempre sucede en estos casos, cuando fallece un importante artista y la producción de su obra artística se detiene, de seguro que lloverán las valoraciones y los homenajes póstumos, que probablemente no sean pocos, pero, para que todo no quede en mera formalidad y olvido, lo interesante sería que se proyectaran serias investigaciones sobre la vida y obra de este egregio pintor del caribe colombiano, que hizo historia en el momento en que se necesitaba la aparición de un artista con la potencia creativa y estética del ser Caribe.
Quizás por su incuestionable lugar en la historia del arte colombiano, por el misterio de sus innumerables pinturas que nunca quiso exhibir, por su incomprendido y esotérico pensamiento divergente, su porfiada y célebre misantropía y su particular imagen arquetípica de monje ortodoxo con barba mesiánica y uñas pintadas de negro, quizás por todo eso, fue que el pasado miércoles, cuando los últimos rayos de sol de lo que fue una tarde brillante se posaban sobre su ataúd en el cementerio, y en medio de una atmósfera de nostalgia por los tiempos idos, alcancé a escuchar esta frase al final de un suspiro: “qué vaina! se murió el último gurú del arte colombiano”.
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