lunes, 21 de marzo de 2011

“ EN EL CAFÉ ”: 

Un día cualquiera:

En Buenos Aires se estila mucho, el pasar las horas dentro de un bar, de un café como lo llaman. Hay gente de todo tipo. Los que están solos y van a charlar con el mozo. Los que se encuentran con amigos. O amantes. Algunos están muy abstraídos, escribiendo la novela del siglo…Y otros como yo misma, que simplemente voy cuando tengo sed, o ganas de tomarme un cortadito, mezcla deliciosa de café bien aromático con gotitas apenas de leche fresca. 


Me encontré un día pues, dispuesta a degustar un rico café. Me encanta observar a la gente y más desde que estudié Teatro y el Profesor nos inculcó la idea de que siempre, para ser buenos actores debíamos observar; algo fundamental. Ya se encontraba bien ubicado de espaldas frente a mí, un señor de edad respetable. De atrás me dio la impresión de ser un hombre bonachón, vaya a saber una el porqué. Tal vez la manera de sentarse inclinado hacia un lado, o el traje marrón que llevaba, no lo sé con certeza, pero podría asegurar que se trataba de un buen hombre. Como se encontraba de espaldas a mí, lo que mejor podía contemplar era su cabeza, y de ésta lo más curioso diría que era su peinado. A ojo de buen cubero, calculé que no tenía más de ocho a diez cabellos. Pero los debe haber cuidado con tanto esmero a través de los años, que seguramente por eso, alcanzaron una longitud realmente prodigiosa. Hecho del cual aprovechó el máximo, enrollándolos sobre el cráneo en una suerte de “Pequeño y bien trazado altar capilar”. Parte de esas confidencias me las comentó el mozo que nos atendió a ambos, antiguo conocido del cliente. En voz baja me dijo luego, que con el transcurrir de los meses y años, algunos se cayeron (ley de la vida) pero este buen hombre, los substituyó astutamente con un lápiz, dibujando a la perfección cada círculo. Lo pude imaginar ayudándose con un espejo en una mano, y un compás en la otra…Internamente aplaudí la obra; es que lo que tenía frente a mi vista parecía el Laberinto de Chartres, ejecutado con suma maestría y lucido con orgullo y donaire.


Paseé luego lentamente la vista por el salón. Lo cubría entero, una especie de sutil neblina, producto del frío reinante fuera en contraste con el vapor de las máquinas de café, y el aliento de los parroquianos. Inmersa en ella me hallaba, cuando de pronto me topé con las ojeras más violetas que había visto en mi vida. Por encima de las mismas, unos ojos enormes, negros y brillantes, tan oscuros como la noche más oscura, tan brillantes y candentes, como el resplandor de un relámpago sobre el agua. Esos ojos me miraban intensamente. No te podías acercar demasiado a ellos, porque quemaban. Deberían haber estado acompañados por un cartel de advertencia. Desvié rápida pero tímidamente, la vista…


Por suerte, otra persona llamó mi atención haciendo su entrada al local. Se trataba de un hombre alto, tanto, que parecía formado por tres piezas. Las piernas por un lado, el torso aparte, y la cabeza por último. Las doblaba como si cada una, respondiese a un cerebro propio e independiente. Esas tres piezas estaba unidas desde luego, pero parecían planas, daban la impresión de no tener volumen, ni dimensión. Como esos muñequitos de papel que recortábamos siendo criaturas…Articuló perfectamente cada una de ellas, a fin de sentarse a la mesa, que quedó a la altura de sus rodillas. Algo más tarde, le pidió al mozo un café con leche y medias lunas, emitiendo apenas una voz átona, como todo él.


Recordé en ése momento que debía realizar todavía, cantidad de trámites. Ya estaba terminando mi cafecito y se me hacía tarde. Llamé al mozo, pagué, le regalé una sonrisa que aceptó agradecido, y me fui velozmente sin mirar a nadie, para no quedar atrapada y enamorada definitivamente, del misterio de unos ojos...

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