jueves, 6 de marzo de 2014

Dibujos para salvarse del insomnio

El pintor Guillermo Roux expone las obras que hizo en noches blancas. Frente al dolor que no lo dejaba dormir se refugió “en las pequeñas cosas” y redescubrió los objetos cotidianos.


Lloran cucharas sobre un fondo gris plateado. Y unos tenedores parecen reptar en la mesada; y un insecto metálico yace al borde de una copa. Durante meses Guillermo Roux tuvo una cita involuntaria con la noche y lo que comenzó siendo parte del dolor y del insomnio poco a poco se convirtió en una revelación: una serie de dibujos metálicos y melancólicos, hermosos y simples como las flores, en los que el artista confirió vida a una larga lista de objetos inertes sólo para recuperar la propia. El resultado se llama Nocturnos y puede verse hasta el 2 de Marzo en el Museo de Arte Decorativo de Buenos Aires.

-Un insomnio que fue también ensoñación…
-Cuando uno no duerme hay un momento en el que es posible dormirse pero entre medio hay una zona que no es ni estar despierto ni estar dormido; pero además hay una especie de silencio cuando es de noche donde queda un espacio para que se mezcle la realidad con los recuerdos y para que las cosas más impensables puedan pasar por la cabeza. Cosas que no tienen mucho que ver con lo que uno está mirando: puede pasar la infancia, conversaciones, olores y toda esa cantidad de ideas (o de fantasmas) si uno mira fijo un objeto, se ponen ahí. Lo que importa es quedar absorbido por lo que uno está mirando. Ejerce un poder hipnótico cuando uno le puede poner todo lo que desea a eso. Y el objeto lo recibe, es tan generoso que en él pueden caber todas las cosas que uno quiera ponerle. Y es generoso no sólo en recibirlas, sino que las devuelve. Lo único que hay que hacer es estar atento a él, no pensar. El secreto sería no pensar, no auto-criticarse, no darle finalidad a eso que uno está haciendo, ni fijarle un destino. Muchísimo menos uno que tenga que ver con el mundo del arte y la cultura. Todo eso es absolutamente inútil y perjudicial. Ese momento hay que aprovecharlo para estar lo más gratuitamente sólo posible con uno mismo en lo que uno entrega y desea recibir. Porque sólo así uno puede valorar el objeto que ya es un lugar de meditación. Uno desearía vivir siempre así, hundirse o estar en ese espacio de ensoñación o de ausencia de lo cotidiano que es enormemente placentero, lo difícil es después despertar.

-Un momento enormemente placentero rodeado por una situación de dolor, como eran en ese momento las molestias físicas que le impedían conciliar el sueño…
-Tengo que agradecer el dolor. Muchas veces, sea espiritual o físico, nos hace ver un aspecto de la vida que no conocíamos y que nunca conoceríamos si no entráramos por esa puerta. El problema es poder aceptarlo. No me fue fácil. Padecía bastante al principio porque no aceptaba que me pasara eso. Pero cuando uno acepta que el dolor es parte de la vida (que para los que hemos sido muy sanos es algo desconocido) se abren puertas maravillosas, que si uno puede transitarlas bueno, ahí está la imaginación. Hay tesoros escondidos que uno no los hubiera visto si no fuera a través de tener impedimentos. Sé que eso es difícil de aceptar. Pero cuando no hay posibilidad, cuando la vida lo pone a uno entre lo que es y es, quedan en definitiva dos caminos: uno es renunciar a la vida, la lástima de sí mismo y la depresión que viene aparejada. El otro es buscar el sentido, encontrar qué es lo que hay detrás, cómo es la vida a través de esta puerta que yo no había transitado, era una habitación que yo no conocía.

-¿Cómo ayudaron estos dibujos a transitar las noches de insomnio?
-Empecé a refugiarme en las pequeñas cosas. No podía soñar con un algo que no tocaba, algo con lo que no estaba unido afectivamente. Era un asunto muy íntimo, casi un amuleto o un tótem, un algo en lo cual creer. Y creer fuertemente, como forma de salvación. Entonces vi que lo que podía tener era lo que estaba al alcance de mi mano. Yo ya no tenía un mundo grande de acuarelas, viajes, museos y demás. Todo eso tiene un significado tan relativo, tan poco significativo. Y a lo mejor es una flor, una tacita, una cuchara… Y entonces –recuerdo perfectamente ese día- empecé a mirar un vaso que estaba arriba de la mesa. Y a desear que ese vaso hiciera algo por mí. O fuera el depositario de un diálogo que no podía tener con las personas. Empecé a dibujar el vaso como si nunca hubiera dibujado, ni supiera que el vaso era un vaso. Tenía que descubrirlo, hacerlo mío. Y después hubo otro vaso. Y abrí el cajón de cubiertos, descubrí ollas que estaban abolladas y que yo nunca había visto, máquinas de hacer café que nunca me habían importado, escurridores de platos quietos… todo eso se transformó en un mundo que me daba respuestas, o en todo caso me calmaba. Cuando podía hacer un dibujo el dolor se suavizaba y después podía dormir. El estar fuera de mi yo corpóreo y empezar a ser un simple observador lo más ingenuo posible me daba una cierta certeza. Empecé a dibujar en un bloc porque podía dar vuelta las páginas. Feché cada día. Dar vuelta las páginas era dar vuelta cada día. Entonces veía cómo iban pasando los días y pensaba que cada día iba descubriendo una nueva forma de vivir. Iba avanzando y viviendo lo que antes me parecía que no iba a poder vivir. Porque cuando me sentí tan mal pensaba que no iba a vivir más. Pero iba viviendo y los objetos iban tomando un carácter y yo me iba sintiendo mejor. Mi única intención era salvarme.

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