Ocho fundadores de un humor nuevo
De Gombrowicz a Eduardo Mendoza, pasando por Jardiel Poncela y John Kennedy Toole
La risa es uno de los mayores afluentes de la modernidad literaria. En el siglo XX la naturaleza froteriza del género ha adoptado una gran diversidad de formas. Éstos son 8 de escritores de humor imprescindibles.
Witold Gombrowicz
Elogio de la inmadurez
“Soy algo así como un comprimido de aspirina que descongestiona”, le confesaba el polaco Gombrowicz a su entrevistador Dominique de Roux poco antes de su muerte. Y, también, “yo soy un humorista, un guasón, un acróbata y un provocador. Mis obras hacen piruetas para agradar: soy circo, lirismo, poesía, horror, alboroto, juego, ¿qué más se puede pedir?”. Su primera novela, Ferdydurke, nació como sátira pero creció en forma de metáfora universal sobre el pulso entre la Inmadurez (el estado natural, incompleto, del ser humano) y la Forma (la Cultura, la ideología, todo sistema). El estallido de la Segunda Guerra Mundial le pilló en Buenos Aires, donde permaneció durante 23 años en los márgenes de los cenáculos literarios. La traducción colectiva deFerdydurke al español, con la ayuda de sus cómplices en la bohemia porteña, forjó un idioma que Ricardo Piglia definiría como extraterrestre, sembrado de poderosos, elocuentes neologismos: nopodermiento, cuculillo…
P. G. Wodehouse
¡Es tan british!
“Escucha Jeeves, Priscilla Doody / me persigue, esa chica / está obsesionada, Jeeves / llena de charlestón, / lo quiere bailar / conmigo esta noche”, cantaba Paolo Conte en su canción Jeeves, en la que condensaba con pertinente ingenio la dinámica de las historias protagonizadas por el zángano de clase alta Bertie Wooster y el mayordomo Jeeves que inmortalizara P.G. Wodehouse, fino estilista del humor más genuinamente british. La fórmula se mantuvo imperturbable en todo el canon integrado por 35 relatos y 11 novelas publicadas a lo largo de casi seis décadas: bastaba una llamada de ayuda al diligente Jeeves para salvar esa Arcadia de clase alta de las periódicas amenazas de caos que el torpe Wooster atraía como un imán. No fueron la única creación inolvidable en el nutrido y excéntrico elenco de personajes -del dandy de monóculo y verba aguda PSmith a los habitantes del castillo Blandings- que el autor encerró en ese Paraíso perdido del humor blanco.
Ramón Gómez de la Serna
Vanguardista inflamable
Tras cerrar unas tijeras abiertas sobre su escritorio “como cuando los pelícanos abren el pico los días de calor”, Ramón Gómez de la Sernasalió al balcón y creó una nueva forma para lo cómico. La greguería, o la suma de humorismo y metáfora. “Las greguerías iban a ser en la España de frase ancha, de contextura refranera o grave, la captación de lo instantáneo, de lo que llamaba la atención sobre el vivir intenso de los átomos que nos forman y componen en definitiva”, escribiría años más tarde en su abrumadoraAutomoribundia. Motor infatigable de lo nuevo, vanguardista impenitente, conferenciante con baúl, orfebre de lo fragmentario, Ramón conquistó también la excelencia en el terreno de la novela, firmando obras tan visionarias como el laberinto metaficcional de El novelista o la juguetona y lúcida Cinelandia, ambientada en un Hollywood descrito como espejismo de cartón piedra y Babilonia de paraísos artificiales.
James Thurber
Casi un piano con tetas
“Permítaseme ser el primero en admitir que la pura verdad acerca de mí es a la pura verdad acerca de Salvador Dalí lo que un viejo ukelele en la buhardilla es a un piano en un árbol, y me refiero a un piano con tetas”, escribía James Thurber tras leer La vida secreta de Salvador Dalíy caer en la cuenta de que su infancia de muchacho de Ohio poco podía competir con la auto-mitificación del surrealista que presumía de mordisquear murciélagos, besar caballos muertos y frotarse con estiércol de cabra. A esas alturas, Thurber había escrito dos de sus relatos más emblemáticos –La vida secreta de Walter Mitty y Un unicornio en el jardín-, apologías del poder (transformador) de la imaginación de los tipos ordinarios. Dibujante de trazo dubitativo –“sus dibujos parecen galletas a medio hornear” dijo Dorothy Parker-, fue el gran puntal de la escuela humorística del New Yorker.
Enrique Jardiel Poncela
Contra el mazacote
Discípulo de Gómez de la Serna,Jardiel Poncela aprendió de su maestro el repudio a las construcciones de mazacote, piedra y granito –emblemas de la vieja sensibilidad heredada del XIX- y el gusto por un nuevo tono “arrancado, desgarrado, truncado, destejido”. Escribió en sus Máximas mínimasque “intentar definir el humorismo es como pretender pinchar una mariposa con un palo del telégrafo” y que “el humorismo es el zotal de la literatura”, pero también que “en el fondo de todo humorismo hay desprecio”. Junto a López Rubio, Neville y Tono, viajó a Hollywood para adaptar diálogos en las versiones hispanas de algunas películas americanas, pero el destino podría haberle convertido en figura clave de esas screwball comediesque tan bien habrían sintonizado con su humor cosmopolita y sofisticado: el que recorrió novelas tan libres y desbordantes de ingenio como Amor se escribe sin hache o Espérame en Siberia, vida mía.
Flann O’Brien
Un sátiro para la serie 'Perdidos'
Admirado por James Joyce, Jorge Luis Borges, Anthony Burgess, Graham Greene, Dylan Thomas y los guionistas de Perdidos –que lograron reactivar las ventas de su novela El tercer policía tras incorporarla al imaginario de la serie-, O’Brien, cuyo nombre real era Brain O’Nolan, es el eslabón perdido entre la sátira irlandesa y el posmodernismo literario. De Selby, pensador delirante que nació en las abundantes notas a pie de página de El tercer policía para ejercer de personaje en toda regla en Crónica de Dalkey, es una de sus más portentosas creaciones cómicas: alguien capaz de sistematizar el delirio, discutir la Teoría de la Relatividad y romper la linealidad del espacio-tiempo, mientras mantiene debates dialécticos con San Agustín. En-Nadar-Dos-Pájaros fue su obra maestra: una novela de novelas que se abría con tres líneas narrativas distintas que se ramificaban, interrelacionaban y acababan, directamente, fornicando entre sí en una lúbrica orgía de palabras.
John Kennedy Toole
Los necios de la conjura
La ausencia de teología y geometría en un mundo moderno sometido a la desintegración del caos y las malas costumbres cerraba la válvula pilórica del desaforado Ignatius Reilly, con consecuencias por lo general catastróficas, en las páginas de La conjura de los necios, novela de una comicidad avasalladora con una historia terrible detrás. Su autor, John Kennedy Toole, puso fin a su vida a los 32 años de edad, víctima del desaliento provocado tanto por su largo pulso con el editor Robert Gottlieb –convencido del potencial del escritor, pero incapaz de enamorarse de su novela- como por posteriores rechazos editoriales. La tenacidad de la madre del autor logró que el libro se publicara una década después de la tragedia. El premio Pulitzer coronó en 1981 esta catedral de la farsa con personajes tan inolvidables como el sufrido patrullero Mancuso, la stripper con cacatúa Darlene o la novia contracultural Myrna Minkoff.
Eduardo Mendoza
Barcelona demencial
Después del ambicioso debut que supuso la poliédrica La verdad sobre el caso Savolta (1975), Eduardo Mendoza encontró en el innominado protagonista de El misterio de la cripta embrujada al perfecto agente provocador para subvertir los discursos oficiales sobre una ciudad demasiado pagada de sí misma. Con su arcaizante manejo del lenguaje, evocador del esplendor de la novela picaresca, y esa lógica alucinada que fracturaba la dinámica narrativa de la serie negra -¿podría haber ahí un precedente de El Nota y del Doc Sportello de Vicio propio?-, el errático paciente del doctor Sugrañes siguió recorriendo el camino que separa a la Barcelona lumpen de la post-olímpica en El laberinto de las aceitunas, La aventura del tocador de señoras y El enredo de la bolsa y la vida. En Sin noticias de Gurb y El asombroso viaje de Pomponio Flato el humor de Mendoza se puso a prueba en otros registros.
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