Color que vibra
Pintura. Una muestra antológica en el Museo de Bellas Artes de Salta rescata la figura de María Martorell. La exposición, que recorre sus trabajos entre 1954 y 1993, se verá en mayo en Buenos Aires.
En esta conjunción habría que inscribir la muestra María Martorell, la energía del colorque se presenta ahora en el Museo de Bellas Artes de Salta y llegará en mayo próximo a la sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta acompañada de un importante catálogo. Se trata de un proyecto de larga data impulsado por la directora del MBA de Salta Andrea Elías, quien convocó a participar de la curaduría e investigación a María José Herrera. Infrecuente proyecto porque invierte el recorrido habitual de este tipo de exhibiciones y, desde sus comienzos tuvo como objetivo actualizar la visibilidad de una artista nacida en Salta que cimentó su singularidad en una especial sensibilidad del color y un sofisticado diálogo con la tradición andina desde la pintura moderna.
Su relación con la pintura comenzó de forma tardía. Tenía más de treinta años cuando empezó a estudiar con Ernesto Scotti que había instalado su taller frente a la casa de su familia en Salta. Sus primeros trabajos, que ya entonces denunciaban una especial percepción del color, fueron paisajes, naturalezas muertas y retratos. De ese momento es el óleo “Tres árboles” con el que obtuvo el Primer Premio en el Primer Salón de Pintura de Salta en 1949 y hoy es una de las piezas de la artista que forman parte de la colección del Museo de Bellas Artes de Salta. Pero esta mujer inquieta no tardó en ponerse en contacto con los artistas de los grupos Arte Concreto-Invención y Madí, cuya irrupción alteraba la escena del arte argentino desde 1945. Así también, en sus frecuentes viajes a Buenos Aires asistió a las charlas de los sábados que dictaba Romero Brest. Y, casi al mismo tiempo comenzó a recibir en Salta la revista Ver y Estimar que fue fundada por el crítico en 1948. Es decir: su curiosidad la puso al tanto de los debates de la vanguardia local e internacional. Y así se interesó por los problemas puntuales que plantean la superficie y la organización del plano en relación con la percepción. Pero sobre todo experimentó un interés perdurable por el lenguaje de la abstracción atenta a la dinámica cambiante de los tiempos que le tocó atravesar Así la década del 50 la encontró viviendo en Madrid y luego en París, lo que le permitió esporádicos viajes por las capitales europeas que le habilitaron renovados encuentros. En Amsterdam se acercó a la obra de Mondrian confesando que recién entonces lo había “comprendido”. Es probable que el enfrentarse con el conjunto de su obra en los museos holandeses se haya enfrentado también al proceso de sustracción y abstracción que consumó el autor de “Victory Boogie, Boogie” y eso le haya impactado de modo ejemplar.
En París, María Martorell no sólo tuvo oportunidad de vincularse a la comunidad de artistas argentinos residentes que aún mantenían el ritual del viaje a la Ciudad Luz. También se puso en contacto con la galería de Denise René, un espacio que ejerció un rol fundamental en la promoción del arte óptico y cinético. En ese marco fue que conoció a Georges Vantongerloo, a Jesús Soto y a Vasarely, cuya muestra en el Museo Bellas Artes de Buenos Aires en 1958, había resultado de un gran impacto para artistas como Polesello, Le Parc, Francisco Sobrino y Horacio García Rossi, algunos de los que posteriormente integraron el GRAV en París.
Lo cierto es que a pesar de un comienzo relativamente tardío María Martorell rápidamente consumó etapas que la condujeron hacia diversas instancias de abstracción en las que la dinámica del movimiento se manifestó de un modo u otro través de la forma o del color. Impulso que la artista materializó en sucesivas series. Primero, en las gouaches de 1955, inspiradas en el subte de París, de clara afinidad con la pintura de Kandinsky; luego, en los hexágonos que ordenó uno dentro de otro, generando movimiento y a la vez una vertiginosa profundidad. En esta serie que realizó a su regreso de Europa hacia fines del 50, su atención se concentró en el movimiento virtual que tanto interesaba a los artistas que frecuentaban la galería Denise René. Es al menos lo que muestra “Fuga”, una de las obras de 1958 que da inicio al recorrido que propone la muestra. Ese mismo año continúa con otra serie y en ese caso la figura dominante es el óvalo que permanecerá en sus búsquedas hasta 1962, cuando dará paso a las elipsis.
La exposición se articula en siete núcleos que ordenan la producción del artista desde 1954 hasta 1993. Ocupa la mayor parte de las salas del museo y en una de ellas con la reconstrucción de “La banda oscilante”, una impactante instalación de 1969 con la que la artista modificó el espacio de la galería El taller, de Buenos Aires. Es una banda de colores que flota en un espacio oscurecido e iluminado con luz negra. La obra da cuenta de la sintonía que mantenía la artista con los planteos de expansión y superación del cuadro que sobrevolaban el pensamiento pictórico de la época.
En otro ámbito tres tapices y dos óleos de Martorell dialogan con piezas del patrimonio precolombino del Museo. Este capítulo fundamental, que pone de manifiesto la relación de la pintura de Martorell con el tapiz, es el eje de la contribución de Andrea Elías para el catálogo. Según Elía, confluyen en ese punto su interés por la pintura moderna y su relación con la cultura ancestral de Salta. La revalorización que Martorell hace del tapiz coincide con algo que había iniciado Pajita García Bes, –autor material de uno de sus diseños– en los años 40. Pero también con algo más extendido en el arte de los años 60, que hundía raíces en la tradición moderna iniciada por la Bauhaus y fue cultivado entre otros artistas por Josefina Robirosa. Esta muestra, que en breve podrán disfrutar los porteños, ratifica plenamente el sentido de su título en la enorme energía de esta mujer que no por nada llegó a festejar 101 años.
FICHA
María Martorell, la energía del color
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