El arte como camino espiritual
Extracto del artículo “La danza como camino espiritual”
09/10/2012 - Autor: Rosalía Pérez González - Fuente: Revista Sufí nº23 2012
Es difícil delimitar dónde comienza lo físico y dónde termina lo emocional, lo mental o incluso lo espiritual. Cuerpo y alma no están divididos, como se nos ha hecho creer en occidente a través de tantos siglos de dolorosa ruptura, sino tan unidos que incluso sus límites son difusos. Esta idea cada vez está siendo más atendida en el ámbito de la medicina y la terapia: la bioenergética, las flores de Bach o la homeopatía, por citar sólo algunos campos, operan tanto a nivel físico como a nivel emocional y psicológico. Sin embargo, en el ámbito espiritual occidental, el cuerpo sigue siendo visto como un mero recipiente del alma, algo de baja condición que nada tiene que ver con las altas aspiraciones del espíritu. No sólo se convierte en algo casi anecdótico, sino que muchas veces se entiende incluso como un lastre que obstaculiza el camino espiritual. Aplicar una visión holística, que conciba el cuerpo y el anima como un todo, al terreno de lo espiritual es, por tanto, de vital importancia. Para ello, será inevitable volver la vista a oriente, que tanto tiene que decir al respecto.
Se precisa, no obstante, de una aclaración preliminar: el ámbito desde el que vamos a abordar este tema es el artístico. Esta mirada al cuerpo como integrante necesario en la conquista de lo Trascendente que estamos proponiendo, la contemplamos desde el arte. Y es que entendemos el arte como atanor fundamental desde el que cualquier materia se puede transformar, cual proceso alquímico, en una señal de lo Desconocido. Evelyn Underhill afirmaba que: «donde el filéisofo reflexiona, el artista intuye y el místico experimenta». En efecto: el arte puede ser la antesala de una experiencia espiritual profunda tanto para el creador como para el espectador.
La danza, que toma por instrumento artístico al cuerpo, puede convertirse en un camino espiritual, puede hacerse oración fecunda que prepare el terreno para el tan ansiado encuentro entre criatura y Creador, amante y Amado.
El arte como camino espiritual
El arte es religión, la religión arte, no relacionados, sino la misma cosa.
Coomaraswamy
Antón Pacheco afirma que el arte tradicional: «Es ante todo un arte sagrado, un arte que descubre y se abre a la Presencia». Seguidamente, el estudioso matiza: «El arte sagrado puede ser o no arte religioso. Es decir, puede estar adscrito a unas delimitaciones confesionales particulares, pero no necesariamente: arte sagrado es todo aquel que tiene la capacidad de llevar a cabo un descubrimiento de lo numinoso» (32-33). Sin embargo, éste carácter sagrado del arte se rompe en occidente con el comienzo de la modernidad. Mientras, oriente sigue contemplando el arte como vía de reunificación con el Absoluto.
Y, ciertamente, así lo es en primer lugar para el autor de la obra de arte. Ambos, artista y Dios, comparten la experiencia creativa, el acto de «crear», entendiéndolo como un acto que proporciona orden y equilibrio: «Allí donde hay paso del caos al cosmos, allí hay arte y artista » (Antón, 23). Obviamente, se trata de una creación de distinto grado en cada caso. Considerando que toda creación realmente procede de Dios, el artista se convierte de hecho en un canal por el cual la Divinidad se expresa. Pero para conseguir ser canal, espejo donde se refleje lo Desconocido, el artista ha de trabajar con todas las sombras de su ego. El pulimiento del espejo es el paso necesario para poder cumplir su función reflectante. Por ello, es necesario un intenso trabajo de autoconocimiento personal. Así lo contempla el famoso hadis: «El que se conoce a sí mismo, conoce a su Señor». Tras esta ardua tarea, el creador dejará traslucir no ya su ego, sino su verdadero Yo.
El arte es también develación. Ibn Arabi hablaba de un mundo imaginal, el Barzaj, que era en realidad un mundo intermedio entre lo puramente espiritual y lo puramente material. A este mundo se accede a través de la creación, puesto que ésta trabaja simultáneamente con lo material y con lo desconocido, con la forma y con lo espiritual. La imaginación se convierte así en un órgano de conocimiento del Más Allá, un instrumento de develación de lo oculto. Aún más: la imaginación también es un medio para transformar la realidad. Y es que: «La imaginaciéin es una energía poderosa, una vibración capaz de alterar la estructura molecular del universo. Cuando es introducida esta vibración, el universo entero produce un movimiento de adaptación a esa vibración» (Crespo, 177).
De ahí que la imaginación sea, para Ana Crespo, una de las mayores responsabilidades del ser humano, pues lo imaginado es una puerta va abierta: «Las realidades no existen: se manifiestan recurrentemente a través de la facultad Imaginal del corazón. Lo verdaderamente esencial es embellecer la imaginación, aspirar cada vez a formas más hermosas, más limpias; limpiar la imaginación de todo resquicio ensombrecido, de toda faceta ensombrecedora de la Belleza» (Crespo, 83).
El arte visto así se presenta como un verdadero trabajo alquímico. Por un lado, el artista transmuta y perfecciona la materia con la que trabaja. Por otro, el artista se transforma a sí mismo. Pero no sólo la creación de la obra artística puede ser un camino espiritual, también su contemplación favorece un despertar de la conciencia, provocando en el receptor un movimiento de reintegración con lo Absoluto.
En este sentido, es muy interesante la filosofía india sobre «placer estético» o «gusto»: la teoría del Rasa. Esta teoría se desarrolló en Cachemira entre los siglos VIIXI a través de los comentarios de distintos estudiosos al tratado de Dramaturgia (Natyasastra) de Bharata del siglo II. Abhinavagupta compiló todos estos comentarios en la segunda mitad siglo X y elaboré), a raíz de un profundo diálogo intelectual con sus antecedentes, una interesantísima teoría del placer estético. Uno de los aspectos esenciales de la teoría de Abhinavagupta es que, en vez de situar el rasa en el actor durante la representación, lo hace en el espectador. Es en el espectador donde surge el placer estético, siempre y cuando tenga una especial disposición estética ante la obra de arte. En el espectador, denominado sahrdaya, esto es: «aquel que tiene corazón», resuenan los sentimientos básicos (sthayibhava) que ve en escena y ya posee previamente en su subconsciente de forma latente, afectándose emotivamente. De esta manera, consigue olvidarse de sí mismo y sumergirse en la representación sin implicación personal ni elementos que agiten su mente: «Al estar emocionalmente afectado, en la identificación el individuo se olvida de sí mismo: se des-personaliza, se libera de los elementos espacio-temporales que constituyen su individualidad. Entra en el ámbito de lo universal» (Maillard, 82-83).
En este sentido, la experiencia estética se acerca mucho a la experiencia mística:
Ambas son estados de conciencia desinteresados en los que se verifica una pérdida de sí, una inmersión del sujeto en el objeto de experiencia. Esta despersonalización va acompañada, en ambos casos, de un placer que no es el resultado de la satisfacción de un deseo, sino el de una universalización unificante. (Maillard, 88)
Por su parte, el sufismo considera el arte como una llamada al espectador que le invita a un reencuentro con lo Divino. Al igual que el sonido del ney, — cuyo melancólico lamento revela al oyente, sumido en las sombras de la realidad, su origen en la Luz— la obra de arte «despierta el hambre interna, el anhelo de hogan> (Crespo, 125) del receptor, propiciándole a unirse con la fuente de esa belleza. Y es que: «La belleza despierta el amor en el ser humano y la nostalgia hacia el mundo celestial» (Crespo, 136). Bien lo sabía Qazáli, quien afirmaba que la música y la danza «avivan la llama de cualquier clase de amor que se encuentre adormecido en el corazón, ya sea terrenal y sensual o divino y espiritual».
Escuchando al filósofo musulmán, se nos impone una pregunta: ¿Qué tiene de especial el arte de la danza para conseguir avivar el amor espiritual?
No hay comentarios:
Publicar un comentario